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1 de Diciembre de 1998
Una de las frases que más se pueden decir, asegurándote casi por completo el consenso general, es aquella tan conocida de "la libertad de uno acaba donde comienza la de los demás". Bajo esa premisa se construyen leyes y normas que coartan la libertad individual para intentar garantizar una mejor convivencia. Carecemos, por ejemplo, de la libertad de conducir por la izquierda para asegurar el derecho a todos de circular con cierta garantía de supervivencia.
Sin embargo existe un aspecto en el que los violadores de la libertad ajena disfrutan de una impunidad sin precedentes. Un comportamiento pernicioso para el prójimo por el que no se multa a nadie. Un vicio que molesta y perjudica la salud de aquellos que están más cerca, que ensucia aceras y suelos, que envenena el aire que respiramos.
Los fumadores parecen convencidos de que su vicio es un sacrosanto derecho del que nadie puede privarles. Prestigiosos tertulianos defienden su derecho a envenenar al prójimo indefenso. Miles de películas nos muestran como virtud aquello que nos encadena. Pero no vamos a criticar el derecho, que este sí que lo es, de disfrutar del vicio. Pero lo execrable es que los demás nos tengamos que tragar esa peste que no deseamos. Y que no se nos ocurra que quejarnos. Los fumadores formarán un círculo protector alrededor del insultado, defendiéndole con extrañas adaptaciones del derecho a la libertad, mientras el no fumador no tiene más remedio que encogerse en su cubil.
La cínica pregunta "¿puedo fumar?" no es más que un insulto a la convivencia. Dada la presión social que existe a favor del fumador, el que no lo es sabe que no puede decir que no, sabe que ser mal mirado por todos los que le rodean, incluso por aquellos a quienes les hubiera gustado tener el valor para decir lo mismo. Tanto es así que mucha gente ya ni se molesta en preguntar.
Me declaro harto del tabaco. Harto de tener que respirar un humo apestoso que ensucia el aire al que creía tener derecho a respirar limpio. Harto de volver a mi casa y seguir oliendo el asqueroso hedor de mi ropa, ebria de tabaco ajeno. Harto de que, con todo el descaro, se me ataque por defender mi derecho a respirar un aire limpio de hedores.
¡Déjennos respirar!